lunes, 15 de enero de 2024

 

ESCRIBIENDO EN PEQUEÑO

Recuerdos de una escalera

Las burritas de la leche

El desahucio

Los Reyes Magos

Las lentejas

Al chico, un corto.

La niebla

Feliz

¡Todos aprobados!

¡Gilipollas!

 El metro

De resaca

Resaca de un desamor

La cena de Nochebuena

La decisión

Harina integral

Pan con chorizo

 

RECUERDOS DE UNA ESCALERA

     El piso estaba en una casa en pleno centro de Madrid, a cuatro pasos de la Gran Vía y a poco más de dos pasos de la Plaza de España. De día y de noche una calle tranquila. De día el trasiego de los soldados del cuartel que había al final de la calle; de noche, débilmente iluminada por las farolas isabelina, solo interrumpido el silencio por la llegada de algún taxi o los pasos resonantes y el tintineo de las llaves del sereno. A veces se escuchaban las campanadas de la iglesia cercana.

    Una cuarta planta, sin ascensor, con unas escaleras dobles de madera, hundidas en el centro de los peldaños del trasiego de subir y bajar de los vecinos de la casa. Unas escaleras con unos huecos estratégicos en algunos peldaños del inicio del tramo en donde Ramoncín, su vecino adolescente, de puerta, escondía los cigarros que fumaba a escondidas de su madre, María. Unas escaleras pesadas de subir cuando la madre venía cargada con las bolsas de la compra, cuando el pobre repartidor del butano acarreaba las bombonas sobre un hombro con una facilidad que parecía imposible, cuando subían corriendo, jadeantes, a la vuelta del colegio.

     El piso, pequeño, pero limpio y modesto. Una pequeña entradita con una consola, un espejo y un perchero a juego, todo de madera; un bonito farol de bronce con cristales biselados alumbraba la entrada. La cocina, cuadrada, con el fogón de doble fuego donde ardían las astillas y el carbón en los fríos días de invierno; la pila, de piedra. Un bonito armario blanco con las puertas azul celeste, muy de la época; y una mesita cuadrada pequeña con un par de taburetes altos. En el saloncito un mueble de madera con la televisión marca Reyfra en un lateral y al lado, la nevera (no cabía en la pequeña cocina); el tresillo (como se llamaba entonces) de capitoné color café con leche y los asientos en un rojo chillón, la mesa de madera baja que se elevaba hasta convertirse en una mesa de comedor, la cama turca, la estufa y el radiador, un par de sillas arrimadas a la pared, una lámpara de cuatro globos que aún conservaban sus padres y el teléfono (2384179) colgado en la pared; en el techo una pequeña trampilla escondía un pequeño maletero en donde el padre había descubierto una cesta de mimbre con un belén antiguo de barro que todas las Navidades colocaban sobre la superficie del mueble. La habitación de los padres con la cama niquelada, el pequeño armario de luna y el tocador con el espejo sobre el que reposaba el juego de tocador de la madre y la foto de boda, un par de sillas más; y el balcón desde el que se divisaban los tejados, el Palacio Real y la frondosidad de los jardines. La habitación pequeña con otro pequeño armario y el armarito que había hecho el padre para guardar juguetes y trastos, bajo el ventanuco. El baño, fuera, en el pasillo, compartido con los otros vecinos, un baño frio, de suelo de cemento y paredes grises, con una pila de piedra simulando una tabla de lavar que hacía también las veces de lavadero y una pequeña ventana desde donde, por la noche, se divisaban los rascacielos de la Plaza de España.

     En el bajo, a la derecha, vivía Lucía y sus tres hijas, siempre asomadas a la amplia ventana enrejada que daba a la calle, junto al portal. En la portería, en un exiguo patio, Encarna, la portera, puesta al día en todos los entresijos de la casa y el barrio. En el primero la pensión de la Señora Antonia y Cecilio, su hijo, compañero de colegio. Al lado Agripina. En el segundo, algún piso vacío que el casero aún no había alquilado. En el tercero los ladridos del pequeño caniche del agradable Señor Fuentes y su mujer. En el cuarto, María y Ramoncín; y al fondo del pasillo, Alfonso, conserje del Hotel Plaza, su mujer Rosa y sus hijos Rosi y Alfonsito.

     Todos estos recuerdos le vinieron a la mente mientras contemplaba las paredes desnudas del nuevo piso que acababa de comprar. Hacía media hora que había ido a recoger las llaves. Un piso con ascensor, en una urbanización moderna con piscina, pista de tenis, conserje y todas esas cosas que deslumbran a la gente. Un piso amplio, luminoso, con dos baños completos, cocina amueblada, tendedero, suelos de parqué…

     Esbozó una sonrisa, el piso estaba bien, pero, qué feliz había sido de pequeño subiendo y bajando aquellas gastadas escaleras.

 

LAS BURRITAS DE LA LECHE

     Hacía mucho frío en la calle, pero en casa se estaba tan bien. El piso era pequeño, una pequeña cocina, un salón pequeño, la habitación de los papás y una pequeñita habitación donde los niños se pasaban las horas, después del colegio, tirados en el suelo. Tan pequeña era la casa que los niños dormían en una cama turca en el pequeño salón. Pero no importaba, se estaba tan caliente en la cama con la bolsa de agua caliente que mamá les ponía al acostarse. Además, la estufa de butano desprendía un calor reconfortante y el calor de la cocina de carbón y astillas de madera se repartía por el pequeño piso.

     La cocina era tan agradable, donde se estaba tan bien a la hora del desayuno, con el fogón donde lo niños echaban las cáscaras de las naranjas y mandarinas en invierno, desprendiendo un agradable aroma que impregnaba toda la casa. Y por las tardes, sentados, calentitos, haciendo los deberes…

     Había tanta calma y cariño en ese piso. Y calentitos en la cama turca. Todas las mañanas la mamá les despertaba; había que lavarse, vestirse, desayunar, prepararse para ir al colegio… Y a la mamá le costaba a veces levantarles, sobre todo el pequeño, el más dormilón; por eso, siempre lo hacía con todo el cariño que ponía en sus dulces palabras: “A levantarse, que ya han pasado las burritas de la leche”.

 

EL DESAHUCIO

     Fue un domingo cualquiera, de los muchos que el papá les decía “Venga, que nos vamos a dar un paseo”.

     Ese domingo el paseo era al Rastro; el papá quería comprar aceitunas y arenques en “La Pequeñita”, la vistosa tienda con montones de encurtidos, entrando a la Plaza Mayor. A los niños les encantaba ese trayecto, entre las abandonadas calles del Madrid más castizo, con casas con corralas, con fachadas desvencijadas, señoras en bata charlando en los portales, porteras fregando las entradas…

     Y el papá contándoles pequeñas historias y anécdotas, como la del tranvía que perdió los frenos y se precipitó calle abajo hasta caer al río Manzanares. Los niños, cogidos de la mano del papá, disfrutaban de las historias, del paseo.

     Había mucha gente arremolinada en un portal; señoras mayores, algunos chiquillos, unos hombres perplejos. El papá se lo explicó en pocas palabras, el casero les había echado de sus pisos, ya no tenían donde vivir. El niño sintió una punzada por dentro, llegaba el invierno, esa gente estaba en la calle. Y pensó lo feliz que era en su pequeño piso con sus papás.

 

LOS REYES MAGOS

     Era la última Navidad que pasaban en ese piso, sus padres habían comprado un piso nuevo y en verano se mudarían. Habían realizado los típicos rituales que se correspondían en esos días festivos; la visita al mercadillo de la Plaza Mayor, las tardes de comprar en Galerías Preciados, el Corte Inglés o los Almacenes Arias, la compra de turrones y dulces navideños, las narices chatas pegadas contra el escaparate de la juguetería Sanchís…

     Era los últimos Reyes en el pequeño piso del centro de Madrid. No habían pedido mucho, siempre se acostumbraban a pedir algún regalo que sabían, seguro, que les llegaría, y el resto era regalos inesperados que, igualmente, les alegraban y hacía ilusión. Regalos que venían de la abuela, de los tíos y primos, de alguna amistad de los padres.

     Sentados en el suelo del pequeño salón estaban los regalos envueltos en papeles de colores, tan pulcros, con sus lazos. Eran varios paquetes, los dos más grandes ya sabían seguro lo que eran, el Exin castillos y el Milloncete que anhelaban; los más pequeños, algún libro y estuches de pinturas o acuarelas. Y la madre, con una sonrisa, los mira y les hace una pequeña confidencia sobre los Reyes Magos; ya son mayores. Y el hijo mayor mira a su madre, que sonríe, y a su padre, que observa callado, y piensa: “¡Qué suerte tener a los Reyes Magos en casa!”.

 

LAS LENTEJAS

     Casi era la hora de la cena y el niño no dejaba de lloriquear. Se escuchó la llave en la cerradura de la puerta de la casa. El padre volvía después de todo un día de una dura jornada de trabajo en la obra. La casa olía a hogar y cariño.

     - ¿Qué le pasa? - preguntó a su esposa mientras la besaba suavemente con un cálido beso.

     - Que quiere quedarse al comedor, ya ves. Lleva llorando desde que ha salido del colegio. Dice que sus amigos de clase se quedan y quiere quedarse. Tiene solo 5 años, es pequeño para comer solo.

     - Pues mujer, déjale, así se va acostumbrando a comer de todo. ¿Sale muy caro? -preguntó el padre con curiosidad.

     - No, pero ya ves qué necesidad tenemos. A mi me da tiempo de ir a recogerlo, comer en casa y llevarle de nuevo al colegio, no estamos tan lejos. Además, sería un gasto más, no están las cosas para gastar dinero.

     - Bueno, no te preocupes. No nos va tan mal, con las horas extras que echo y las chapuzas, de momento vamos bien y estamos ahorrando. Además, tú sabes administrar muy bien el dinero- dijo el padre mientras rodeaba con los brazos a su mujer-. Anda, déjale a ver cómo va, igual se cansa en dos días.

     - Vale, vamos a ver entonces. El lunes iré a secretaria y le apuntaré para que se quede a partir del martes.

     El niño había escuchado desde la pequeña habitación en donde jugaba con el hermanito pequeño y corrió al comedor, contento, a besar a sus padres.

     El martes, al entrar al colegio, la madre le avisó que se quedaba al comedor y que le recogería a las cinco. El niño asintió con una sonrisa. Había lentejas para comer, ¡le gustaban tanto!

     A la madre se le hizo el día interminable, acostumbrada a los cuatro paseos al colegio, parecía que no llegaba la hora de ir a recogerlo.

     Poco antes de la cinco, allí estaba la madre, puntual, como todos los días, a la puerta del colegio. Y entonces, le vio salir, llorando. La madre se acercó, le abrazó y consolándole le preguntó qué le pasaba.

     -No quiero quedarme más al comedor- protestaba el niño entre lágrimas. – No me gustan las lentejas.

     Estaban tan ricas las lentejas de mamá.

 

AL CHICO, UN CORTO

     Se despertó con una resaca tremenda, le dolía la cabeza. Tal vez se le pasase tomando algún analgésico. No había bebido tanto, o al menos, así le parecía. Seguramente había sido la mezcla de bebidas.

     Empezó la mañana de domingo con los amigos de bar en bar por el madrileño barrio de La Latina. Primero fue un vermut; le encantaba, pero reconocía que le ponía cabezón y le daba sueño. Siguieron un par de tercios de cerveza, llevaba tiempo sin probarla por prescripción del dietista que le había ayudado a adelgazar casi doce kilos, aun así, era una de las bebidas que más le gustaba, sobre todo en verano, fresca, con ese amargor que quitaba la sed.

     Durante la comida cayeron cuatro botellas de un buen vino tinto; no eran tantas teniendo en cuenta que eran varios amigos y total, una botella no llegaba a litro, con cuatro copas quedaba vacía.

     Y para rematar la tarde, unas copas en un bar de moda al que les llevó su amigo José; sentados en altos taburetes, apoyados sobre una mesa rectangular, dio buena cuenta a un par de gin tonic, aunque flojos, como solía pedirlos.

     Sonó en ese momento el teléfono. Era su hermana, algo alarmada; su padre no se encontraba bien, le habían llevado al hospital.

     Preocupado, fue al baño, necesitaba una ducha rápida antes de vestirse y acercarse al hospital. Mientras abría el grifo del agua recordó con algo de nostalgia, cuando aún era un niño, las visitas con su padre al bar. ¡Como no le iba a gusta beber! Su padre apoyándose en la barra pedía al camarero: “Me pone una caña y al chico, un corto”.

 

AL CHICO, UN CORTO. OTRA VERSIÓN.

     No acostumbraba a pasar por su barrio de la infancia. Solía sentir una punzada de nostalgia.

     La calle tranquila. Escaleras de madera desgastadas. El piso, pequeño, acogedor. El fogón de carbón. La habitación de juegos. El balcón con vistas al palacio y los jardines. El ventanuco del baño enmarcando los rascacielos de la Plaza de España…

     Tantos recuerdos felices le dibujaban una sonrisa. Al doblar la esquina miró entristecido. No estaba. El bar donde tantas veces había escuchado a su padre “Camarero, una caña, y al chico, un corto”. Y sintió su mirada, líquida.

 

LA NIEBLA

     “Esta es la niebla en que se funde lo real y lo irreal, lo vivido y lo soñado, lo que es, lo que puede ser y lo que podría haber sido.”

     Programa TVE “A través de la niebla” (1971-1972)

     Noviembre 1989

     Hacía una fría y triste tarde de finales de noviembre. El cielo estaba totalmente cubierto, llevaba varios días que no había salido el sol, la niebla había sido la tónica dominante, una niebla fría y húmeda que calaba los huesos y daba a la ciudad un aire de misterio.

     Carmen estaba aburrida, había estado liada toda la mañana en las tareas domésticas, la compra y algo de charla con las vecinas a través de la ventana de la cocina que daba al patio. Sus hijos volverían de sus clases y se meterían en sus habitaciones a hacer los deberes y sumergirse en su mundo de adolescentes. Su marido llegaría más tarde, cansado del madrugón y de la larga y penosa jornada laboral en la cadena de montaje de la fábrica.

     Hacía poco que habían abierto un nuevo centro comercial en la ciudad y aún no había ido a echar un vistazo. Así que pensó que era una buena idea salir y entretenerse un rato.

     Se vistió y se abrigó bien, parapetada en el bonito abrigo morado con el cuello de piel, pañuelo al cuello y guantes de piel. Cogió un trozo de papel y dejó una nota a su familia para que supieran a dónde había ido. Cogió el bolso y salió de casa.

     El centro comercial que habían inaugurado hacía ya casi dos meses estaba retirado de casa, casi en la otra punta de la ciudad. Cabía la posibilidad de coger un autobús que paraba en su calle y la dejaba al lado de su destino, pero tenía ganas de caminar y entretenerse en el paseo; así que decidió ir caminando.

     Conforme fue avanzando por la larga avenida el frío se notaba en la cara, sobre todo en la nariz. Carmen se subió bien el cuello del abrigo para no sentir la humedad. Apenas había gente por las calles, no era tarde, pero empezaba a atardecer rápidamente, además la niebla comenzaba a caer, humedeciendo el pavimento.

     Al final de la avenida se divisaba la estación de tren de cercanías, y al lado lucía el luminoso del nombre del centro comercial. Carmen sonrió, ya estaba allí, pasaría un buen rato e incluso entraría en la cafetería a merendar un café y unas tortitas con nata que tanto le gustaban. Llegó a la puerta y entró, ¡qué calorcito sintió al entrar!

     Los chicos llegaron de sus clases, vieron la nota de su madre sobre la mesa camilla del cuarto de estar. Se prepararon la merienda y mientras merendaban vieron un poco la televisión, después, cada uno se metió en su habitación.

     Pasadas las ocho llegó el padre. Se aseó un poco y se puso la ropa cómoda con la que le gustaba estar en casa, relajado y con su familia. Preguntó a sus hijos:

     - ¿Dónde está tu madre?

     - Se ha ido al centro comercial nuevo que han abierto, nos ha dejado una nota. – Dijo el hijo mayor. Supongo que vendrá en un rato.

     - Hace una noche con mucho frío y hay mucha niebla. - Advirtió el padre.

     Se sentó en el sofá del acogedor cuarto de estar y se dispuso a leer el periódico gratuito que diariamente cogía a la entrada del metro.

     Un poco antes de las nueve los hijos salieron de sus cuartos y preguntaron si había vuelto la madre. El padre les dijo que aún no. Se sentaron en el sofá un rato y poco después el hijo pequeño fue a la cocina para empezar a preparar la mesa para la cena. Miró sobre la encimera y en el frigorífico a ver si la madre había dejado algo de cena preparada, pero no, no había indicios de ello.

     A las nueve comenzaban las noticias en la televisión, un ritual que el padre no se perdía ningún día. Miro hacia sus hijos con cierta preocupación, su mujer aún no había vuelto.

     El hijo mayor, adivinando la preocupación de su padre, advirtió:

     - Se habrá entretenido. Seguro que se ha ido andando y está un poco lejos, se tarda casi tres cuartos de hora.

     Vieron las noticias y parte de un programa de variedades que tenía más de tedioso que de entretenido. El padre miraba de vez en cuando su reloj de pulsera con intranquilidad.

     A las diez ya no pudieron disimular su inquietud. El padre y los hijos se preguntaban qué le había podido pasar; no era normal que a esa hora ya no estuviera en casa. El hijo pequeño salió a la terraza y miró hacia ambos lados de la calle para ver si divisaba a su madre. Poco podía ver porque la noche ya estaba muy cerrada y la niebla era tan intensa que apenas se podía distinguir algo a pocos metros; tan solo los objetos más cercanos y el halo luminoso que dejaban las bombillas de las farolas y de algún rótulo luminoso.

     No sabían qué hacer, pero la situación era preocupante. Tal vez le había dado algún mareo o había tenido algún percance. El hijo mayor buscó en la guía de teléfonos el número de teléfono del centro comercial. Marcó con decisión y estuvo unos pocos minutos hablando con alguien al otro lado de la línea.

      - Dicen que el centro comercial ya ha cerrado, no queda ningún cliente dentro y no les consta que a ningún cliente le haya ocurrido incidente alguno. – Indicó el hijo.

     - Igual acaba de salir y tardará un rato en llegar a casa. – Comentó el hijo pequeño sin mucha convicción.

     El padre indicó que esperarían un rato más, si no, llamarían a la policía. Le podía haber pasado algo por la calle, y a esas horas, con la oscuridad y la niebla, podía haberle ocurrido algo.

     Los minutos se hicieron interminables. Intentaron evadirse un poco con la televisión, pero le sirvió de poco. El hijo mayor les dijo que si querían cenar algo, pero en realidad tenían un nudo en la garganta y en la boca del estómago que les impediría tragar cualquier alimento. El hijo pequeño de vez en cuando salía a la terraza e intentaba otear la presencia de la madre entre la espesa niebla. Nada.

     A las once el padre miró el reloj por enésima vez y se levantó decidido hacia el salón, se sentó en la silla al lado de la mesita donde reposaba el teléfono y se dispuso a descolgarlo para hacer una llamada.

     En ese momento se oyó el sonido de la llave girando en la cerradura de la puerta. El padre se levantó rápidamente y se encaminó con paso ligero a la entrada de la casa. Los hijos caminaban detrás.

     La puerta se abrió y ahí estaba la madre. Los brazos caídos, sujetando el bolso como si pesara mucho, la cara entre asombrada y desencajada, con los ojos muy abiertos y una mueca de desolación. Mirando a su marido y sus hijos balbució.

     -Me he perdido con la niebla.

     Su marido la abrazó mientras ella preguntaba en voz baja:

     - ¿Habéis cenado? -Y rompió a llorar entre los brazos de su marido.

 

FELIZ

     -Ahora sé lo que es ser feliz-dijo Óscar, uno de los amigos, mientras tomaban unas cervezas. -Cuando me preguntaba si soy feliz siempre pensaba que era una situación prolongada en el tiempo, pero he descubierto que no, que son pequeños momentos los que te dan esa sensación de felicidad.

     Escuchando a Óscar, retrocedió en el tiempo y rememoró un momento acaecido en el primer curso de carrera, en aquella asignatura de Pedagogía de la Educación, que le parecía tan subjetiva y etérea. Aquel curso del 79, cuando tomaba un café con Amparo…

     Su compañera de clase, Ampara, movía con parsimonia la cucharilla de café en la taza, movía la cabeza con preocupación. Estaban en la cafetería de la facultad, en un receso entre clases.

     -Qué complicada es esta asignatura con este profesor. Nunca sabemos si acertamos con lo que nos pide. La otra evaluación, menudo palo nos dio.

     -Sí- asintió su compañero. -Ya viste que sus clases están llenas de repetidores. Necesitamos subir nota. No tengo ganas de terminar la carrera y que me quede su asignatura.

     -Es que no es una asignatura al uso. Además, ¿cómo valorar la pedagogía de la educación solo a través de lo que nos manda escribir? - asintió Amparo, preocupada.

     - Ya, es más fácil cuando te tienes que estudiar algo y sabes que las preguntas van sobre eso. Pero bueno, vamos a ver qué tal se nos da.

     - Pues ya me contarás lo próximo, que escribamos sobre una palabra que nos ha repartido al azar. A mí me ha tocado amistad – manifestó Amparo sin disimular satisfacción. – Al menos me puedo explayar. ¿Cuál te ha tocado a ti?

     -Feliz, - contestó él. Una palabra algo ambigua y que da pie a interpretaciones diversas.

     Se sentó a la mesa camilla de la habitación y cogiendo un bolígrafo y un folio en blanco empezó a escribir. Fue como instantáneo, las ideas le venían rápidamente a la cabeza, sentía como si alguna musa amiga le susurrase el oído las palabras que no salían de su boca. Tampoco escribió muchas líneas, pero una vez que lo releyó, le pareció, al menos, interesante.

     Había pasado una semana desde que entregaron la tarea encomendada y hoy el profesor les entregaba la tarea con la nota y los comentarios pertinentes. Estaban nerviosos, expectantes, con una sensación de angustia. Los repartió por orden de lista; Amparo era de las primeras, la miró, ella le devolvió la mirada con una amplia sonrisa, había conseguido una buena nota.

     Le llegó su turno. Cogió su folio con duda, pero con firmeza. Lo primero que vio fue un sobresaliente escrito en rojo. Después descendió la mirada al final del folio, había unas anotaciones escritas, esta vez con bolígrafo negro.

     “No me cabía duda de que con lo listo que es usted iba a realizar un buen trabajo. Se ve que es usted inteligente”

     Levantó la vista del folio, miró a Amparo y sonrió. Ahora sí podía escribir sobre la palabra “feliz”.

 

¡TODOS APROBADOS!

     ¡Que harto estaba de corregir exámenes! ¿Por qué había que aprender todas esas cosas de sinónimos, antónimos, preposiciones, conjunciones y una larga retahíla de nombres? ¿Acaso cuando alguien va por la calle y lee un cartel publicitario o un rótulo se para a pensar en categorías gramaticales? Es verdad que es necesario un conocimiento de la lengua para expresarse y comprender, pero esa memorización exhaustiva le ponía nervioso.

     Es verdad que no era un profesor al uso, no solía mandar deberes para casa, tan solo terminar lo que no se había acabado en clase, alguna ficha de entretenimiento o de “saber pensar”, como las denominaba él, y poco más. Eran más entretenidas las actividades que preparaba para el aula en el día a día; actividades en grupo, exposiciones orales, puntos de vista, pros y contras, acertijos, inventarse poemas, invitaciones, entrevistas. Era su opinión de cómo se aprende una lengua: hablando, leyendo, escribiendo; recurriendo a tácticas, fórmulas, estrategias, imaginación…

     Y estaba harto de la incompetencia de los superiores educativos, alejados de un aula, que solo habrían pisado de pequeños; de la obstinación de la terca directora del centro por rellenar papeles que pedía el cretino del inspector, de los reproches del compañero de turno que solo se ceñía al libro de texto y no tenía ni un ápice de imaginación.

     Llevaba ya varios exámenes corregidos. Maldita pregunta número cuatro, no era tan difícil pero ahora que la releía y leía las contestaciones de los alumnos, se daba cuenta de lo poco que servía, que era un mero trámite como cuando rellenaba los boletines poniendo la calificación numérica; si en donde se explayaba era en los comentarios. Casi todas las contestaciones erróneas. Era imposible, sus alumnos eran vivos, inteligentes, se les iluminaba la mirada en cuanto entraban en clase y les proponía hacer algo.

     No pudo más, tiró el bolígrafo verde con el que corregía sobre la mesa y decidió que todos estaban aprobados, se lo merecían.

 

 

 

¡GILIPOLLAS!

     Llegó a casa más que cabreado. Irritado, enojado hasta un punto insospechado. Solía pasarle cada vez que salía de esas inútiles reuniones de trabajo de las que no sacaba nada reconfortante y ni en las que siquiera se aburría. Si al menos se aburriese podría hacer como algunas de sus inertes compañeras de trabajo, garabatear en una hoja en blanco, mirar distraídamente por la ventana, pensar en que cuando llegase a casa tenía que poner la lavadora… Pero no, ni la esperanza del aburrimiento le alcanzaba. Lo único que le llegaba era la irritación y el enfado. Reuniones interminables escuchando nimiedades y propuestas vagas que luego nadie llevaba a cabo, pero al final acababan salpicándole las consecuencias negativas.

     Es verdad que no había muchas personas que le sacasen de sus casillas en esos momentos, eran tres inútiles, pero siempre los mismos y nadie parecía tener interés en pararles los pies y leerles la cartilla, al menos, que no molestasen.

     Pero el peor de todos era Juan. El más incompetente, el más inepto, el que iba de leguleyo y seguramente era incapaz de resolver un sencillo crucigrama. Se le llenaba la boca con palabras grandilocuentes, contando sus estúpidas anécdotas, sus supuestos logros y sus óptimos resultados.

     Y si siempre resultaba exasperante en sus intervenciones, hoy se había cubierto de gloria. Había osado a dar lecciones a los demás, a rebajarlos hasta presentarlos como peleles desprestigiando su valía y su dedicación.

     Así que había discutido al final de su intervención. No tenía la facilidad de falsas palabras de Juan, no era diplomático en su confrontación, aunque sí sarcástico y mordaz; pero hoy le había contestado mal.

     Por eso llegó a casa con esa irritación a flor de piel. Se dio una ducha relajante para aliviarse y se puso una copa de vino. Fue a la estantería y rebuscó entre los libros. Tenía que estar por ahí, hace poco colocando unos libros lo había visto. No le costó mucho dar con él, sí, ahí estaba. Recordó que lo había comprado un sábado por la mañana en uno de los puestos de libros de la Cuesta de Moyano, estaba de oferta, era barato y le pareció interesante tenerlo.

     Cogió el libro, arrancó una hoja de un cuaderno y cogió el bolígrafo verde, el color que más le gustaba. Abrió el libro, buscó entre sus páginas y comenzó a escribir en la hoja en blanco.

     “Petimetre, galopín, zascandil, disoluto, cenutrio, energúmeno, berzotas, ceporro, mostrenco, gaznápiro, lechuguino, laja, malaje, mastuerzo, mazacote, merdellón, pasmarote, zote, alfeñique, fatuo, zopenco, pazguato, botarate, mameluco, amorfo, sátiro, mentecato, deleznable, burdo, cafre, insípido, godo, lumia, obsoleto, ripioso”.

     Cerró el diccionario de sinónimos y lo devolvió a su lugar en la estantería. Releyó la lista y sonrió. A partir de ahora iba a ser más elegante. No volvería a contestar a su compañero: “Eres un gilipollas”.

 

EL METRO

     Había tanta gente en la ciudad ese fin de semana que había decidido no coger el metro.

     Había coincidido ese fin de semana con un puente y, además, se iluminaban las luces navideñas. La ciudad era un hervidero de gente por las calles, familias en manada taponando las aceras, cochecitos de niños que te pasaban sobre los pies, colas desesperantes para sentarte a la mesa de un bar a tomar un café o simplemente para pedir algo en la barra.

     Ni siquiera tenía intención de haber salido de casa, pero uno de sus mejores amigos llamó para quedar un rato, tomar una cerveza y entretenerse. Lo necesitaba. Quedarse en casa no era lo mejor en esos momentos. Una ruptura sentimental duele y más la suya. Después de tanto tiempo juntos, pensando que le querían tanto como quería, le habían dejado. Dejado de mala manera, con reproches, con mentiras, con engaños, con excusas que, en lugar de mitigar el dolor, lo acentuaban. Por eso, al final, había decidido salir a la llamada del amigo.

     Había salido tarde de casa y no llegaba a la hora si decidía ir caminando. No podía fallar en su conocida puntualidad, por eso, en el último instante decidió coger el metro.

     El andén estaba hasta arriba, para avanzar había que caminar lo más cercano posible a la línea amarilla donde aconsejaban no situarse por riesgo de caída. Avanzó como pudo y encontró un hueco contra la pared de la estación. Y entonces al mirar al frente le vio, allí estaba, con su abrigo gris de lana, rozando con la punta de los zapatos la línea amarilla. Miró hacia a la derecha, hacia arriba, el luminoso anunciaba “tren entrando en la estación”. Fue un segundo, un fogonazo iluminó su cabeza, avanzó unos pasos, alargó los brazos y le empujó suavemente mientras el tren entraba en la estación.

 

DE RESACA

     Lina se levantó con resaca. El cuerpo, como si hubiese corrido una maratón, la cabeza embotada, la boca pastosa y reseca, la vista irritada…

     Había salido la noche anterior con un par de amigas. Mira que se había dicho que iba a beber poco, pero claro, sus amigas la animaron y ella necesitaba evadirse un poco.

     El caso es que no había llegado muy tarde, pero teniendo en cuenta que estuvo en la calle desde mediodía y regresó alrededor de la dos y media, habían sido muchas horas pasándolo bien y bebiendo, pocas cantidades, pero variado. Primero fue el vermú, luego un par de cervezas, vino en la comida, café irlandés de merienda y un cóctel riquísimo en ese bar de moda, un par de copas, o quizá fueron tres o cuatro, y creyó recordar que algunos chupitos. La cabeza le daba demasiadas vueltas como para hacer un inventario completo.

     Lo primero que necesitaba era una ducha, caliente, reconfortante. ¡Qué bien le sentó! Era domingo y tenía todo el día para descansar. Se preparó una tostada y un café para desayunar y se sentó a ver las noticias en la tablet. Nada interesante, lo de siempre, nada que le alterase su vida cotidiana, bueno, su vida en estos tres últimos meses.

     Se quedó pensativa. Ya habían pasado tres meses. No sabía bien en qué estado se encontraba, a veces desilusionada, a veces expectante y animada, otras alicaída y temerosa, un poco deseosa; era un compendio interminable de sentimientos que no acababan de aferrarla a un futuro cierto.

     Se levantó tranquilamente y fue a la cocina, lavó la taza del desayuno y volvió al salón. Cogió un cuaderno y arrancó una hoja, tomó un bolígrafo y miró fijamente a la hoja en blanco.

     -“Haz una lista”, le habían dicho sus amigas. No se le ocurría nada por lo que su relación hubiese terminado, bueno sí, la habían dejado. Su pareja necesitaba encontrar algo diferente, tal vez el unicornio de colores o los fuegos artificiales. Sea como fuere iba a hacer el intento, seguramente no llegaría ni a diez razones, pero tampoco le haría mal pensar en ello.

     Cogió el bolígrafo y comenzó a escribir.

1.     No es muy romántico.

2.     Escucha una música absurda.

3.     No me contaba lo que pensaba.

4.     Es arrogante hasta el exceso.

5.     Me trataba como si fuera su hermana pequeña

6.     No hay muchas más cosas que le interesen que el fútbol.

7.     No me invitaba nunca al cine.

8.     Y no nos gustaba el mismo tipo de películas.

9.     Es un pobre idiota.

10.  Cuando se mostraba cariñoso era penoso.

11.  Es un inmaduro.

12.  No me sorprendía nunca.

13.  Conduce fatal, cuando conducía me dolía la cabeza.

14.  No apreciaba lo que hacía por él.

15.  Es un oportunista.

16.  Cuando bebe no sabe controlarse.

17.  No se acordaba de mi cumpleaños.

18.  Mastica con la boca abierta.

19.  Siempre tiene las manos sudadas.

20.  Es arrítmico.

21.  Es muy peludo.

22.  Es fácilmente influenciable.

23.  Tiene los pies planos.

24.  Es excesivamente vulgar cuando está con sus amigos.

25.  Siempre íbamos a los mismos sitios.

26.  Sus hermanas son insoportables.

27.  Escupe sin ningún motivo.

28.  Solía criticar a mis amigas.

29.  Ronca y resopla como un oso.

30.  Y no lo admite.

31.  Nunca limpia el coche.

32.  Se mete el dedo en la nariz.

33.  Come la carne demasiado hecha.

34.  Y echa demasiado queso rallado a la pasta.

35.  Es un paleto patentado.

36.  No soportaba cuando hablaba con la boca llena.

37.  No me devolvía los discos prestados.

38.  Dice que Cristiano Ronaldo es maricón.

39.  Porque es un envidioso.

40.  Es estúpido.

41.  Siempre le miraba el culo a mi amiga Lola.

42.  Su madre cocina fatal.

43.  Cuando hacíamos el amor yo pensaba en otros.

44.  Y después me venía el sueño.

45.  Su colonia, con olor a pino silvestre me daba ganas de vomitar.

46.  Nunca me daba la mano cuando paseábamos.

47.  No entiendo su letra.

48.  Es presuntuoso como pocos.

49.  No me quería como yo deseaba.

50.  Tal vez no me quiso nunca.

     Cuando terminó leyó la lista que había escrito, ni se había imaginado que tuviera tantas razones para admitir que era lo mejor que le había pasado. Primero esbozó una sonrisa que se fue haciendo un poco más amplia. Terminó en una carcajada. “Stronzo di merda”, pensó. La cogió y la pegó con un trozo de celo en la puerta del frigorífico. Se hizo el propósito de leer cada día una de las razones y de seguir saliendo con sus amigas a pasárselo bien y a beber una copita de más. Viviendo. A veces una resaca saca lo mejor de ti.

 

RESACA DE UN DESAMOR

     Aún recuerdo cómo empezó todo. La casualidad y el azar tuvieron mucho que ver en esta historia. Por aquel lugar no solía ir, estaba fuera de mi itinerario habitual. Lo cierto es que coincidimos. ¡Y ahí radica mi desgracia!

 

     Poseía unos ojos dulces, tan grandes y tan perfectamente ribeteados de negro que parecían mirar mejor, más intensamente, con ese tipo de mirada que llena tanto y penetra tan hondo que parece que le investigan a uno la conciencia.

 

     Eras como un bello cachorrito, seguramente comenzado a vivir los primeros amores y tus impulsos primogénitos no comprendieron algo tan hermoso y natural y, a la vez, tan perfectamente evitable cuando no se desea.

 

     Recuerdo que te dije algo y tú, al oírlo, temblaste con rubor y esperaste alguna palabra más de las muchas que se ahogaron en mi boca. Cuando el “hasta otro día” llegó, marché triste y con el alma encogida.

 

     Después sólo tú sabes por qué quisiste que nos viéramos más veces y fuéramos tomando confianza, diciéndonos palabras suaves y cariñosas. Durante un tiempo juntos vencíamos a la lluvia, al calor… todo eran victorias. En fin, fueron una serie de detalles que casi sin sentir, sin pensar, se hacen y conforman lo que se llama un “idilio auténtico”.

 

     Con el tiempo los alejamientos se ensañaron con nosotros y no supimos defendernos. Hoy ni tú, ni yo, estamos para el otro. Yo, ni por la propia vida me intereso, soy un árbol más, perdido en la arboleda. Sólo nos queda de aquello la noticia y la vida desde entonces es una muerte que se hereda. El final, ¡qué pena!, pudo ser de otro modo, acaso le remuerda la conciencia y, para hacerse perdonar nos ofrezca alguna herencia.

 

     Lo nuestro ya no necesita auxilio porque murió y no se puede impugnar el testamento. ¡Ojalá no haya sido demasiado tarde!

 

LA DECISIÓN

     Llevaba varios días que no dormía bien. Había decidido no irse muy temprano a la cama, pero ni por esas, solía despertarse de madrugada y ya conciliaba bien el sueño. Había días que se levantaba y se preparaba una infusión o tomaba un analgésico, pero de nada le servía. Y todo desde que había recibido la oferta de trabajo de su empresa.

     Era una oferta de trabajo con un ascenso laboral incluido que conllevaba un aumento de sueldo y algunas ventajas que le iban a venir muy bien. Era normal que se lo hubieran ofrecido, era muy competente en la empresa, los jefes la tenían en gran valía y consideración y no se lo iban a ofrecer a los nuevos que habían entrado que solo estaban pendientes de las tonterías del móvil y no se enteraban de nada en las reuniones. Pero no podía dejar de pensar en lo que implicaba si aceptaba.

     El puesto suponía el traslado de ciudad, más bien de comunidad y los asuntos personales le provocaban esa zozobra que le alteraba el sueño.

     Sus padres eran mayores, llevaban una racha de médicos, visitas a hospitales y otros compromisos de los que tenía que hacerse cargo casi siempre, por no decir siempre. Ella vivía lejos y eran numerosos los trayectos que tenía que hacer con el coche para atenderlos. No podía contar con sus hermanos. A veces pensaba que no podía haber familiares tan egoístas como los suyos.

     Sus dos hermanas vivían en el mismo barrio que sus padres, pero a ninguna le preocupaba lo que les pudiese pasar. Solo uno de sus cuñados ponía de su parte y la aliviaba de vez en cuando de las tareas para con sus padres. A ellas solo les interesaban sus cosas, las cuatro bobadas de sus aburridas vidas. Y el otro, el hermano, mejor ni contar con él, ya no es que no tuviese preocupación es que vivía en una especie de realidad paralela desentendiéndose de todo.

     Con este panorama estaba, lógicamente, preocupada; aunque le venía a la cabeza que si aceptaba la oferta a sus hermanos no les quedaría otra que asumir sus responsabilidades. Y ella haría lo que pudiese durante las vacaciones o algún fin de semana, eso sin contar que su jefe más directo le había informado que seguramente podría teletrabajar desde casa por lo que su presencia en la oficina no sería a diario y podría organizar los días para juntarlos con los fines de semana.

     Menos mal que hoy era sábado y no trabajaba, el analgésico le estaba haciendo ya efecto. Iba a ducharse y arreglarse por si el mecánico del talle la llamaba, el miércoles pasado se le averió el coche y lo dejó a reparar, esperaba que no fuera algo serio y seguramente hoy se lo tendrían.

     Estaba ya arreglada y preparada para bajar a la frutería a comprar algo de fruta cuando sonó el móvil.

     -Diga. Ah, Carlos, sí, soy yo. Dime. – Era el mecánico.

     Su cara se fue reflejando una mueca de preocupación mientras el mecánico le contaba al otro lado de la línea.

     -Vaya, qué faena. Entonces no hay nada que hacer. Bueno, me paso ahora y ya veo que hago. Gracias, Carlos. Hasta ahora.

     Fue al dormitorio a coger un abrigo cuando sonó de nuevo el móvil.

     -Dime Amparo…- calló mientras su hermana hablaba al otro lado. - Pues yo no puedo llevarles el lunes al hospital. Acaba de llamarme el mecánico, se me ha estropeado el coche y no tiene buen arreglo. Dice que lo mejor es que me compre uno, pero no estoy ahora para comprar un coche, bastantes gastos tengo.

     No fueron muchas las palabras que cruzó con su hermana menor, con un gesto de enfado se despidió.

     Ya con el abrigo puesto, cogió las llaves de casa del cajetín de detrás de la puerta de entrada y se disponía a salir cuando sonó de nuevo el móvil.

     -Hola Álvaro. Sí acabo de hablar con Amparo.

     Mantuvo los labios apretados con un gesto de frustración mientras escuchaba a su hermano. -Sus tres hermanos había hablado, en cuestión de segundos, para lo que querían eran muy rápidos y resolutivos. No dejó que su hermano soltase más impertinencias.

     Colgó la comunicación. “¡A la mierda!”- pensó. Accedió a los contactos y con la misma rapidez que sus hermanos se habían puesto de acuerdo para humillarla, bloqueó los tres números de teléfono.

     Abrió la puerta de casa y mientras cerraba y echaba la llave sonrió complacida. El lunes, a primera hora, en cuanto llegase a la oficina, hablaría con el jefe. Iba a aceptar la oferta de trabajo.

 

HARINA INTEGRAL

     No la soportaba. Rosa no soportaba a su nuera. Tampoco soportaba a su propio hijo, quizá por eso no se había decidido a tener más, no quería más ineptos en su vida.

     Muchas veces se paraba a pensar el porqué de esos sentimientos. En realidad, nunca le había hecho ni dicho nada que le provocase esa rara animadversión; ni siquiera podía calificarlo con ese término, era algo que le ponía nerviosa, que le provocaba esa sensación de no soportarla.

     No era su presencia. Nada que se comparase con ella. Rosa, una mujer madura siempre vistosa en su presencia, arreglada, recibiendo halagos, derrochando simpatía, extrovertida dentro de su timidez, capaz de entablar conversación con cualquiera, observadora, curiosa. Nada que ver con su nuera, insípida, anodina, aburrida, con una conversación monótona, dando siempre explicaciones como si fuese una institutriz, con ese tono de voz chirriante que te empujaba a cortar la conversación con ella, políticamente correcta y atenta, pero sin que te sedujera; y sin embargo, amable, agradable, una persona normal.

     Era por lo que Rosa se sentía culpable de tener esa manía a su nuera porque jamás se había portado mal con ella ni había tenido una malas palabras ni gestos. No, no era su presencia, ni su conversación sin trascendencia ni su actitud con ella.

     ¡Era su insoportable insistencia en la repostería!

     Su nuera y su marido, su hijo, vivían encima de Rosa y su marido. Nada que objetar, la convivencia era pacífica, buena, sin ningún problema; no tenía ningún reproche en este aspecto. Rosa temblaba cada vez que escuchaba a su nuera bajar las escaleras y sonaba el timbre de la puerta. Era cuando al abrir aparecía la cara de su nuera sonriendo con un estúpido y arrugado envoltorio de papel de aluminio.

    - “Hola, he hecho un bizcocho, me ha salido muy bueno. Te traigo un poquito”- soltaba de carrerilla con una amplia sonrisa.

     Rosa miraba con pánico el envoltorio, sonreía como un autómata y tendía las manos para recibir el preciado presente no sin sentir cierto escalofrío dando las gracias de forma cortés.

     Y es que los bizcochos que hacía su nuera eran incomibles. Por más que lo intentaba no había manera; eran una especie de masa granulosa, más parecida a algo hecho con barro, sin ningún sabor, acartonado, con una presencia que no invitaba a hincarles el diente; ni siquiera era posible deglutirlos mojándolos en el café. Tan solo su hijo devoraba con ansia el pegote cocinado, pero Rosa no le daba ningún valor, ¡su hijo, que era capaz de comerse un mamut crudo y diría que estaba exquisito! Además, había que escuchar a su nuera un tedioso discurso de cómo lo había elaborado, de los ingredientes, del esfuerzo que le había supuesto, y a partir de ese momento tanto su nuera como su hijo derivaban la conversación hacia las excelencias reposteras de la temida cocinera. Rosa miraba a su marido que, con los ojos la invitaba a escuchar, asentir y estar callada o, a lo sumo, hacer un pequeño halago ante el preciado obsequio.

     Rosa entró en la cocina, abrió el horno y comprobó que el pollo asado estaba perfecto. La ensalada estaba preparada. La mesa estaba ya puesta con sencillez, pero con elegancia. Rosa era una buena anfitriona; le gustaba cocinar, no se le daba nada mal y tenía buen gusto para preparar cualquier comida o cena. Se le daba bien la repostería, pero no le apasionaba, le parecía que implicaba demasiados ingredientes y demasiado tiempo para luego lo rápido que desaparecía del plato.

     Su nuera y su hijo venían hoy a comer, no le hacía mucha gracia, pero su marido se había empeñado y no era cuestión de discutir. Se había esmerado en la comida y la presentación de la mesa. Como no había tenido ganas de pasar horas en la cocina había optado por un menú rápido, sencillo y cómodo. Se había acercado a una panadería nueva que habían abierto hacía poco en el barrio que ofrecían una buena variedad de productos, entre ellos algunos de repostería. Le habían llamado la atención unos pequeños cruasanes rellenos de chocolate, otros de crema y unas crujientes palmeritas de chocolate. Había comprado una bandeja surtida con la que culminaría la comida.

     Su marido entró en casa, venía de echar gasolina al coche y lavarlo. Rosa se había puesto un bonito vestido de flores, un discreto collar de perlas y unas pulseras de bolitas que tintineaban graciosamente con el movimiento. Se miró en el espejo, estaba guapa.

     - “Qué bien huele. Voy a abrir una botella de vino”- advirtió su marido mientras abría la doméstica vinoteca y elegía un buen vino tinto.

     Sonó el timbre de la puerta. Rosa fue a abrir con resignación. Allí estaban su hijo, simple como solo sabía ser él y la sempiterna sonrisa de su cuñada. A Eva le dio un vuelco el corazón, su cuñada llevaba en las manos el tan temido envoltorio.

- “Hola, he hecho un bizcocho para la comida”. Anunció con su vocecilla chirriante.

     Rosa cogió el envoltorio como si cogiese una bomba atómica a punto de explotar y simulando una leve sonrisa dando las gracias les invitó a entrar.

     La comida discurrió como siempre, nada interesante ni nuevo que contar; tanto su hijo como su nuera se explayaban en conversaciones sin gracia, en recordar acontecimientos cientos de veces manidos, en las mismas simplezas que le aburrían y no le aportaban nada nuevo.

     Fue a la hora del postre cuando Rosa empezó a notar que la tragedia podía desencadenarse en cualquier momento.

     Para empezar, el inerte de su hijo sugirió que era mucho mejor devorar el suculento bizcocho de su mujer que la bandeja de esponjosos cruasanes y crujientes palmeras, cosa que a Rosa le dio igual, casi se alegró, ya lo disfrutaría ella a solas mientras pensaba en el dicho que siempre había escuchado a su madre de que “no se hizo la miel para la boca del asno”. Su nuera fue desenvolviendo el arrugado y parecía que ya usado papel de aluminio; allí estaba el espantoso bizcocho, si es que se le podía llamar así. Una especie de masa amarronada sin textura de bollo, sin aroma, con una presencia terrosa semejante a los que hacen los niños cuando juegan con el barro.

     Rosa se levantó como un resorte y se dirigió a la cocina. Abrió el cajón de los cubiertos y cogió el cuchillo más afilado que tenía, sería necesario para cortar el infame engrudo. Salió de la cocina y fue al salón, allí tenia de espaldas a su nuera, sin callar, con ese timbre de voz que te martilleaba la cabeza, explicando los ingredientes y las bonanzas de su elaboración; que si no sé qué del azúcar, que si ralladura de limón, que si harina integral, que si el horno a no sé qué cuántos grados…

     Rosa se acercaba por detrás con el cuchillo en la mano. La primera idea que le vino por la cabeza fue clavárselo en su espalda huesuda, hacerla callar para siempre, evitar que siguiera martirizándola con su repostería irritante y nauseabunda.

     Pero no…, sería demasiado dramático, sangre, gritos, estupefacción, manchas en la pared y en la tapicería de las sillas, que seguramente serían difícil de limpiar. Y su marido visitándola los fines de semana a la cárcel donde la encerrarían por haber hecho un bien a la sociedad. Tenía que ser algo más sutil y maquiavélico.

     Se sentó tranquilamente a la mesa y le dio el cuchillo a su nuera para que partiese las porciones del temido bizcocho. Su nuera cogió el cuchillo y sin callar su discurso comenzó a partir unos pedazos. Con una sonrisa de oreja a oreja le pasó a Rosa el bonito plato de postre con la porción más grande.

     Sin titubear Rosa cogió el plato, lo depósito con cuidado sobre el mantel azul de lunares y con los dedos pellizcó un pedacito del bizcocho y se lo llevó a la boca.

     - “¿Qué tal?”- preguntó de forma casi inquisitorial su nuera mientras parecía que se le saliesen los ojos de las órbitas y babease de placer.

     Con una sonrisa, Rosa se levantó, cogió el plato del bizcocho y con la voz más dulce que pudo dijo:

      - “Siempre te salen malos, pero hoy está especialmente asqueroso”.

     Con toda seguridad, acompañada del tintineo de sus pulseras, fue a la cocina, pisó el pedal del cubo de la basura, tirando dentro su porción de bizcocho.

 

LA CENA DE NOCHEBUENA

     Se había levantado temprano. Había tantas cosas que preparar. Hoy era Nochebuena y los preparativos tenían que estar listos para la cena.

     Lo primero que hizo fue recoger la casa, dejó todo ordenado y colocado en su sitio. Hizo la cama y arregló la habitación, recogió la ropa ya seca del tendedero, ordenó los platos y vasos del escurreplatos; en fin, estaba lista para el gran día.

     Tan solo tuvo que salir a la calle un momento a comprar el pan y un par de cosas de las que se había acordado en el último momento. Se cruzó a la vuelta con su vecina Vicenta en el portal.

     - ¿Qué tal? -Preguntó la vecina con prudencia.

     - Bien, vengo de comprar un par de cosillas que me faltaban para le cena. – Contestó con una sonrisa.

     Se despidieron con un “qué pases una buena noche” y subió a casa.

     Ya en casa, se metió en la cocina y comenzó a colocar sobre la encimera los utensilios que pensaba utilizar y los alimentos que tenía pensado cocinar. La lombarda no le hacía mucha gracia, pero a sus padres les gustaba y había conseguido una receta de ese cocinero estrella que salía en un programa de cocina en la televisión; seguro que acompañada con la manzana le iba a gustar. Y el pavo, era el plato seguro, tenía muy buena mano para cocinarlo y cuando lo elaboraba recogía grandes halagos de los que lo probaban. El resto había sido fácil, unos aperitivos para empezar, pocos, como decía su padre, que si no luego nadie se toma la cena y de postre arroz con leche y los consabidos dulces de Navidad.

     Comió frugalmente un pequeño picoteo y se dirigió a su habitación para descansar un rato. Al tumbarse en la cama pensó un poco en el tiempo que había pasado desde el accidente de coche, ocho meses ya, pero se había recuperado muy bien desde que salió del hospital, ya no sentía ninguna molestia en la pierna y había vuelto a su vida normal. Sintió que era una valiente y fue cayendo en un denso letargo.

     Cuando se levantó eran casi las siete. Debía darse prisa en arreglarse y preparar la mesa.

     Se duchó, se peinó su melena lacia añadiendo una diadema con pequeñas estrellitas de brillo y se dio un poco de colorete en las mejillas y una breve pasada del lápiz de labio de color coral.

     A continuación, ya en su dormitorio, abrió el armario y buscó el vestido negro con cuerpo de brillo que había llevado el año anterior en la cena de la empresa; era muy discreto y elegante, había tenido mucha suerte al encontrarlo a buen precio en las rebajas. Comprobó que le quedaba perfecto, no podía quejarse, tenía muy buen tipo y no engordaba nunca; era la envidia de sus amigas. Terminó el conjunto con unas medias negras de cristal, que se habían puesto otra vez de moda, y unos zapatos negros de charol.

     Una vez en el comedor se esmeró en preparar la mesa de forma primorosa. Un bonito mantel y sus servilletas con motivos navideños, la vajilla y la cristalería buenas, guardadas en la vitrina para ocasiones especiales. Acomodó las tres sillas. Colocó en el centro de la mesa un bonito centro con piñas y bolas que había adquirido a buen precio en la tienda de abajo del chino y un par de candelabros dorados con unas velas rojas encendidas. Encendió el árbol de Navidad y las luces del Belén.

     -Bueno, ya está. -Exclamó satisfecha.

     Avanzó por el pasillo en dirección al dormitorio de sus padres. Asió con firmeza el pomo de la puerta, abrió y anunció:

     -A cenar papá, mamá. Ya está todo listo.

     Fue primero hacia el lado derecho de la cama y cogió de la mesilla el pequeño portarretratos con la foto de su madre, esa en la que estaba tan guapa con ese vestido de encaje con una flor blanca sobre el pecho. Después dio unos pasos hasta la otra mesilla e hizo lo mismo con la foto de su padre, la del traje de raya diplomática con un clavel en la solapa.

     Salió de la habitación y avanzando graciosamente con sus tacones entró en el comedor. Colocó cada uno de los retratos sobre la mesa, en su sitio y con una sonrisa infinita anunció:

-Vamos a cenar. ¡Feliz Nochebuena!

 

PAN CON CHORIZO

     A Avelina todo el mundo en el barrio le llamaba “La Gorda”, pero no de una manera despectiva, ni siquiera para burlarse de ella; al contrario, era muy querida en el barrio.

     Avelina era guapa, tampoco era tan gorda, rellenita si acaso, quizá se la veía más gorda porque era alta, robusta y andaba por la calle y por la vida con paso firme y decidido.

     Tenía un marido alto, atlético y guapo a rabiar y la adoraba. Algunas y algunos vecinos la miraban con cierta envidia de tener un compañero tan estupendo. Tenían dos hijos guapos y altos. Todos juntos componían una familia armónica e ideal.

     En cuanto ponía un pie en la calle todo eran saludos, sonrisas, charlas agradables y afectos por parte de todos los integrantes del vecindario.  

     Avelina era educada, simpática, siempre dispuesta a prestarse ante cualquier dificultad o petición por parte de alguien conocido e incluso sin conocer. Dejó de trabajar cuando se casó por decisión propia, en su instinto personal prefería ser un ama de casa al uso, dedicarse a su familia y a sus quehaceres. Le gustaba leer, ver series de televisión y documentales, coser, hacer crucigramas y cocinar. Era feliz.

     Todo empezó un lunes en el que Avelina se acercó a “Modas Paquita”, una cercana tienda de barrio a la que acudía frecuentemente cuando decidía comprarse ropa. Su sobrino, hijo de su hermana, recibía la Primera Comunión en primavera y había decidido comprarse un bonito vestido para dicho acontecimiento. Avelina era presumida, no salía a la calle sin arreglar, sin su carmín en los labios y sin bonitos collares, pendientes, pulseras y variados complementos.

     Avelina confiaba en Paquita, dueña de la tienda; siempre traía ropa de tallas especiales por lo que nunca tenia problemas para ir bien vestida y satisfecha.

     Ese día Paquita le dio una mala noticia, el mayorista que le surtía de ropa adecuada para ella se había jubilado y el nuevo suplente había decidido que no le compensaba ofrecer dichas tallas para algunos comercios. En el rostro de Avelina apareció un rictus de preocupación, pero animada por la dependienta y por su ánimo decidió probarse ropa de tallas algo más ajustadas que las que solía usar.

     Nada, no hubo manera. La que le entraba no le cerraba la cremallera, la que cerraba le quedaba prieta a punto de estallar, otras demasiado cortas, demasiado escotadas, alguna no subía de la cadera. Desistió. Algo apesadumbrada se despidió de Paquita y salió de la tienda.

     Pensó que no todo estaba perdido, siempre estaba Internet para recurrir a comprar lo necesario, incluso podría acercarse el fin de semana al centro de la ciudad donde había más variedad de tiendas y más posibilidades de encontrar ropa y tallas adecuadas. Sonrió pensando que no era tan grave.

     Cuando entró en el portal de su casa, se miró en el gran espejo que había frente al ascensor y por su cabeza cruzó un pensamiento que nunca se le había ocurrido en su vida, “estoy gorda”, pensó.

      En las siguientes semanas los acontecimientos se precipitaron. Avelina se puso a dieta. Siguiendo un régimen que encontró en una revista, Avelina decidió que iba a poder entrar en esos vestidos que se resistían a su cuerpo. Los primeros días fueron terribles, los siguientes difíciles. Avelina hacía esfuerzos sobrehumanos para no atracar la nevera, tenía el firme propósito de alcanzar su objetivo.

     Conforma avanzaban las semanas empezó a ser evidente el cambio físico de Avelina, estaba más delgada. También se notaba su cambio de humor, ya no era la mujer sonriente y amable que todos conocían. Empezó a volverse huraña, malhumorada, se quejaba de dolores de cabeza y cansancio, apenas cruzaba unas palabras con sus vecinos y sufría una apatía constante. Su marido, preocupado, estaba muy pendiente de ella, frecuentemente le hacía saber que la quería de todos modos. Los vecinos del barrio la miraban con preocupación y lástima.

     Una mañana le costó levantarse de la cama, su marido ya había marchado al trabajo y sus hijos acababan de salir para sus clases. Casi sin fuerzas fue al baño, se miró en el espejo. Su tez sonrosada y firme se había vuelto grisácea, reseca, con unas ojeras que jamás pensó que podría llegar a tener. Incluso advirtió que su pelo se estaba volviendo ralo y escaso. Su piel apergaminada había perdido la tersura y firmeza anterior. Se quedó pensativa mientras una lagrima comenzó a asomar y a caer sobre su mejilla. Entonces se dio cuenta de que no era feliz.

     Se dio una buena ducha, se peinó su cobriza melena usando el secador y el cepillo, se maquilló con cuidado y aplicó una fina capa de carmín cereza en sus labios. Abrió el armario y en lugar de ponerse un vestido actual se puso un bonito vestido de flores rosas de cuando estaba gorda, le sobraba por todos los lados, pero no le importó, se lo ajustó sencillamente con un cinturón. Se puso unos cómodos zapatos de medio tacón y adornó su cuerpo con un brillante collar a juego con las pulseras. Se miró de nuevo en el espejo, y sonrió.

     Se asomó a la terraza y comenzó a saludar con una sonrisa radiante a los vecinos que cruzaban su mirada con ella. Hacía un día estupendo, el sol brillaba y acariciaba sus mejillas levemente sonrosadas de colorete, las hojas de los árboles parecían más verdes de lo habitual, había pájaros piando y revoloteando a cientos. No podía dejar de sonreír.

     Con paso firme fue a la cocina a desayunar. Pensó sonriendo que hoy le tocaba un biscote de pan tostado con aceite y una infusión de té verde, esto era todo lo que podía comer hasta mediodía en que tenía que tomar un yogurt desnatado.

     Abrió la nevera y cogió un paquete envuelto en papel de estraza. Cogió la cafetera y la puso sobre la encimera. Sacó una barra de pan de la bolsa que estaba colgada detrás de la puerta de la cocina. Desenvolvió el papel de estraza y cogiendo un cuchillo del cajón de la mesa comenzó a cortar rodajas de un chorizo que desprendía un olor deliciosamente indescriptible. Había decidido hacerse el mejor bocadillo de pan con chorizo que hubiese probado en su vida.

     Había decidido que quería volver a ser feliz.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario.

  ESCRIBIENDO EN PEQUEÑO Recuerdos de una escalera Las burritas de la leche El desahucio Los Reyes Magos Las lentejas Al chico, ...